octubre 08, 2010

La Relatividad



Básicamente, hablando en general, la filosofía ha evolucionado tomada de la mano de la ciencia. Ya que como es conocido, la filosofía es muy amplia, por ejemplo, se puede hablar desde el mundo subjetivo hasta el mundo objetivo.







Folosóficamente sobre el significado de “ciencia”, se puede tomar desde un punto tan general como específico se desee. Todo es cuestión de que tan a fondo se quiera llegar en el campo sobre el que se va a hablar y si se le puede o no considerar ciencia, o de qué depende para llamarse ciencia.







La ciencia según mi concepto general y que en base a mi experiencia he podido desarrollar, la puedo describir como un concepto que usualmente se utiliza para referirse al conocimiento sistematizado en cualquier campo, pero que suele aplicarse a la organización de la experiencia de las percepciones que son objetivamente comprobables. Alguna diferencia marcada en la ciencia se puede distinguir entre lo conceptual y lo aplicado.







Me gustaría enfocarme en la relación que existe entre la filosofía y la ciencia cuando a mi parecer hay circunstancias en las que se encuentran estrechamente relacionadas y no individuales como es habitual verse.







Algunos grandes científicos mostraron interés por la filosofía de la ciencia, como Galileo, Isaac Newton y Albert Einstein; los cuales hicieron importantes contribuciones. Muchos científicos, desafortunadamente se han dado por satisfechos dejando la filosofía de la ciencia a los filósofos, y han preferido dedicarse de lleno a la ciencia.







Entre los filósofos, la filosofía de la ciencia ha sido siempre un problema central; dentro de la tradición occidental. Entre las figuras más importantes anteriores al siglo XX destacan Aristóteles, René Descartes, John Locke, David Hume, Immanuel Kant y John Stuart Mill.







La filosofía de la ciencia no se denominó así hasta la formación del Círculo de Viena, a principios del siglo XX. En la misma época, la ciencia vivió una gran transformación a raíz de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica. En la filosofía de la ciencia actual las grandes figuras que destacan son, Karl R. Popper, Thomas Kuhn, Imre Lakatos y Paul Feyerabend.







La meta de la ciencia aristotélica era explicar “por qué” pasan las cosas. La ciencia moderna nació cuando Galileo empezó a tratar de explicar “cómo” pasan las cosas. De los descubrimientos de Galileo y de Newton, en la siguiente generación, surgió un universo mecánico, de fuerzas, presiones, tensiones, oscilaciones y ondas. Al parecer, no existía fenómeno alguno en la naturaleza que no pudiese ser descrito en términos de nuestra experiencia ordinaria, formado por un modelo concreto o predicho por las leyes mecánicas asombrosamente exactas de Newton.







El filósofo inglés John Locke trató de penetrar en la “esencia real de las sustancias” distinguiendo entre lo que llamaba las cualidades primarias y secundarias de la materia. Así consideró que la forma, movimiento, solidez y todas las propiedades geométricas eran cualidades reales o primarias, inherentes al objeto; mientras que las propiedades secundarias, como los colores, sabores, etc., eran simples proyecciones sobre los órganos sensorios.







Como dijo Berkeley, el archienemigo del materialismo: “Todo el coro del cielo y todas las cosas de la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que forman la poderosa estructura del mundo, no poseen sustancia alguna sin nuestra mente… y mientras no sean percibidos por mí, o existan en mi mente o en la de cualquier otro espíritu creado, no tienen existencia alguna o bien subsisten en la mente de algún Espíritu Eterno”.







Berkeley, Descartes y Spinoza atribuyeron a Dios una armonía funcional de la naturaleza. Los físicos modernos, que prefieren resolver sus problemas sin recurrir a Dios –aunque esto parece ser cada día más difícil–, ponen de relieve que la naturaleza obra misteriosamente según principios matemáticos. Es precisamente la integridad matemática la que permite a los teóricos como Einstein predecir y descubrir leyes naturales simplemente mediante la solución de ecuaciones.







Born, pensó que la intensidad de cualquier parte de una onda era la medida de la distribución probable de partículas en ese punto. De esta manera, las ondas de materia fueron reducidas a ondas de probabilidad.







La mayoría de los físicos actuales consideran ingenuo especular sobre la verdadera naturaleza de cualquier cosa. Son empiristas lógicos que sostienen que un científico no puede hacer más que reportar sus observaciones. Por ejemplo, si al efectuar dos experimentos con diferente instrumental, uno parece indicar que la luz esta compuesta de partículas y el otro que está compuesta de ondas, debe aceptar ambos resultados, considerándolos no como contradictorios, sino como complementarios; por sí solo, ninguno de los dos conceptos es suficiente para explicar la luz, pero juntos sí pueden hacerlo. Ambos conceptos son necesarios para describir la realidad y no tiene sentido preguntar cual es realmente verdadero, pues en el léxico abstracto de la física cuántica no existe la palabra realmente.







La física cuántica demuele dos pilares de la vieja ciencia, causalidad y determinación, pues al trabajar con estadísticas y probabilidades abandona toda idea de que la naturaleza exhibe un orden irremediable de causa y efecto. Y al admitir los márgenes de incertidumbre abandona la antigua esperanza de que la ciencia, dados el estado presente y la velocidad de todos los cuerpos materiales del universo, pueda predecir la historia del cosmos en todos los tiempos. Un producto derivado de este abandonar esa esperanza es un nuevo argumento a favor de la existencia del libre albedrío. Porque si los sucesos físicos son indeterminados y el futuro no se puede predecir, algo llamado “mente” puede guiar el destino humano por las infinitas incertidumbres de un universo caprichoso. Desafortunadamente, esto invade regiones del pensamiento que no le conciernen al científico… pero tampoco al psicólogo.







Con la evolución de la física cuántica, la barrera que se levanta entre el hombre, que divisa a través de las nubladas ventanas de sus sentidos, y cualquier realidad objetiva que pueda existir, se ha vuelto insalvable. Ya que cuando intenta penetrar y espiar en el mundo objetivo real, lo cambia y distorsiona por el mero hecho de observarlo, y cuando trata de divorciar este mundo real de sus percepciones sensoriales, no le queda más que un esquema matemático.







El físico del siglo XIX representaba la electricidad como un fluido, y con esta metáfora en mente, desarrolló las leyes que generaron nuestra presente era eléctrica, el físico del siglo XX ahora trata de evitar metáforas. Sabe que la electricidad no es un fluido, y que conceptos plásticos tales como onda y partícula, si bien sirven de guías para nuevos descubrimientos, no deben ser aceptados como representaciones exactas de la realidad. En el lenguaje abstracto de las matemáticas, describe el comportamiento de las cosas, no obstante no sabe lo que son.







Adicionalmente, Einstein expresó más de una vez su esperanza de que el método estadístico de la física cuántica no sea más que un expediente transitorio. “No puedo creer –dijo– que Dios juegue a los dados con el mundo”. Repudia la doctrina positivista de que la ciencia sólo puede reportar y poner en relación recíproca los resultados de la observación; cree en un universo de orden y armonía, y cree que buscando, el hombre puede alcanzar aún el conocimiento de la realidad física.







Einstein aseguró que las leyes de la naturaleza son iguales para todos los sistemas que se mueven uniformemente. Esta declaración, es la esencia de la teoría especial de la relatividad. Incorpora el principio de relatividad de Galileo, que declara que las leyes mecánicas son las mismas para todos los sistemas que se mueven uniformemente, postulando finalmente que todos los fenómenos de la naturaleza, todas las leyes son los mismo para todos los sistemas que se mueven uniformemente unos respecto de otros.







Junto con el de espacio absoluto, Einstein descartó el concepto de tiempo absoluto; gran parte de la oscuridad que ha envuelto la teoría de la relatividad se origina en la antipatía humana a reconocer que el sentido del tiempo, como el del color, es una forma de percepción. Tal como no existe el color sin un ojo que lo perciba, así, un instante o una hora o un día son nada sin un acontecimiento que los señale, y tal como el espacio es simplemente un orden posible de objetos materiales, así el tiempo es simplemente un orden posible de acontecimientos. Pero nuestra noción del tiempo pierde sentido cuando la ciencia estudia zonas alejadas de la vecindad del Sol. Porque la relatividad nos dice que no existe un intervalo fijo de tiempo que sea independiente del sistema a que es referido; no existe la simultaneidad, no existe el “ahora” independiente del sistema de referencia. El hombre no puede asumir que su sentido subjetivo de “ahora” puede aplicarse a todas las partes del universo.







La relatividad por lo tanto, no contradice a la física clásica, simplemente considera los viejos conceptos como casos limitados, aplicables únicamente a las experiencias ordinarias del hombre.







La humanidad define a la realidad solamente tal y como la percibe a través de la pantalla de sus sentidos; la relatividad demuestra que no podemos predecir los fenómenos que acompañan a las grandes velocidades a partir del vago comportamiento de los objetos visibles al “somnoliento” ojo humano. Tampoco se puede asumir que la relatividad trata de casos excepcionales, sino que dan una imagen comprensiva de un universo increíblemente complejo, en el cual los simples acontecimientos mecánicos de nuestra experiencia terrestre son las excepciones.







Antes de conocerse la teoría de la relatividad, los científicos se imaginaban el universo como un vaso que contenía dos elementos distintos, masa y energía, pero Einstein demostró que la masa y la energía son equivalentes, la propiedad llamada masa es simplemente energía concentrada. En otras palabras, materia es energía y energía es materia, y la distancia se refiere sólo a un estado transitorio.







Todos estos conceptos describen simplemente diferentes manifestaciones de la misma realidad, donde ya no tiene sentido preguntar lo que realmente es cada una de ellas.







El movimiento puede descubrirse sólo como un cambio de posición con respecto a otro cuerpo. Hace cuatro siglos el hombre pensaba que el cambio de posición del Sol en el cielo revelaba su movimiento alrededor de la Tierra; y sobre esta hipótesis, los astrónomos de la antigüedad desarrollaron un sistema perfectamente práctico de mecánica celeste, que les permitía predecir con gran exactitud los principales fenómenos del cielo. Su suposición era natural, pues no podemos “sentir” nuestro movimiento a través del espacio, ningún experimento físico –hasta el momento- ha demostrado que la Tierra está realmente en movimiento, y aunque todos los otros planetas, estrellas, galaxias y sistemas móviles del universo están incesante e incansablemente cambiando de posición, sus movimientos son observables, únicamente al comparar unos con otros.







Einstein, cuya filosofía de la ciencia ha sido tildada a veces de materialista, dijo: “La emoción más hermosa y profunda que podemos experimentar es la sensación de lo místico; es la semilla de toda ciencia verdadera; aquel que es ajeno a esta emoción que no puede maravillarse y quedar sobrecogido de terror esta de hecho muerto. El saber que lo que es impenetrable a nosotros existe, realmente y se manifiesta como la mayor sabiduría y la más radiante belleza que nuestras obtusas facultades pueden conocer solamente en sus formas más primitivas, saber esto, sentirlo, es tocar en el centro de la verdadera religiosidad.”







Y en otra ocasión declaró, “la experiencia religiosa cósmica es el resorte más fuerte y noble de la investigación científica.”







La mayoría de los científicos al hablar de los misterios del universo, sus vastas fuerzas, sus orígenes, su racionalidad y su armonía, tienden a evitar el uso de la palabra de Dios. Sin embargo, Einstein que ha sido llamado un ateo, no tuvo estas inhibiciones: “Mi religión –dijo– consiste en una humilde admiración por el ilimitable espíritu superior que se revela a sí mismo en los pequeños detalles que podemos percibir con nuestras mentes frágiles y débiles. Esa profunda convicción emotiva de la presencia de un poder razonador superior, que se revela en el incomprensible universo, forma mi idea de Dios.”







El filósofo y el místico, así como el científico, siempre han buscado, mediante sus disciplinas de introspección, llegar al conocimiento de la esencia final e inmutable en que se sustenta este mundo ilusorio y cambiante. Hace más de 23 siglos, Platón dijo: “el verdadero amante del conocimiento se pregunta continuamente por “el ser”… no se detiene en los fenómenos cuya existencia es pura apariencia.”







Pero lo irónico que la búsqueda de la realidad encierra es que, a medida que se conoce a la naturaleza, que el orden emerge del caos, que los conceptos se fundan y las leyes fundamentales alcanzan formas más simples, hace más lejana a la experiencia –más extraña e irreconocible que la estructura ósea que se halla detrás de una cara familiar.







Al tratar de distinguir la apariencia de la realidad y poner al descubierto la estructura fundamental del universo, la ciencia ha tenido que trascender “la turbamulta de nuestros sentidos”.







Un concepto teórico está vacío de contenido en el mismo grado en que se halla divorciado de nuestra experiencia sensorial ya que el único mundo que el hombre puede conocer verdaderamente es el que le han creado sus sentidos. Si se borraran todas las impresiones que nos comunican y que la memoria conserva, nada quedaría para interpretar la naturaleza.







Un estado de existencia carente de asociaciones no tiene sentido. Así, paradójicamente, a lo que el científico y el filósofo llaman el mundo de la apariencia –el mundo de la luz y el calor, de los cielos azules y las hojas verdes, del viento silbante y el agua que murmura, el mundo dibujado por la fisiología de los órganos sensoriales humanos– es el mundo en el que el hombre finito se encuentra encarcelado por su naturaleza esencial. Y lo que los científicos y filósofos llaman el mundo de la realidad –el cosmos sin color, sin sonido, impalpable, que reposa como un témpano más allá del plano de las percepciones humanas– es un esqueleto de estructura compuesto de símbolos.







Mientras los físicos del siglo pasado sabían, por ejemplo, que el carmín de una rosa era una sensación estética subjetiva, creían que en “realidad” la cualidad que llamaban carmín era una oscilación del éter. Actualmente, es una convención identificar el carmín con una determinada longitud de onda, pero es igualmente propio pensar que es el valor del contenido energético de los fotones. Así, en lugar de engañosas y caóticas representaciones dadas por los sentidos, la ciencia ha puesto sistemas de simbolismos variantes.







Como estos sistemas se distinguen por un constante incremento de su exactitud matemática, es difícil encontrar hoy en día un científico que se crea por su habilidad en descifrar errores previos capaces de enunciar verdades definitivas. Los teóricos modernos se dan cuenta, como Newton, que están puestos de pie sobre los hombros de gigantes y que su perspectiva particular parecerá tan distorsionada a la posteridad como a ellos les parece ahora la de sus predecesores*.







“La cárcel –decía Platón– es el mundo de la vista” cualquier vía posible para escape de esta cárcel que la ciencia ha explorado se hunde todavía más en una nebulosa región de simbolismo y abstracción.







Esta claro, que mientras el hombre ha pasado a través del tiempo, ha tenido que cambiar su forma de razonar los mismos eventos, lo que quiere decir, que mantiene una constante búsqueda de la realidad pero que cada vez cuenta con mayores elementos para responder a esa interrogante, aunque siempre se esté a años luz de encontrarla. Sin embargo, no quiere decir, que lo que el hombre a hallado en sus razonamientos, no significa que estén herrados, pues responde a sus necesidades del momento, y tal vez ahí se deduzca que, cuando el hombre se haga la pregunta correcta la necesidad real , encontrará la respuesta correcta, un modelo multifuncional que todo lo explique.







Se creía que la relatividad y todas sus implicaciones, así como su relación con la mecánica cuántica sería casi imposibles de sobrepasar a su comprensión, no obstante, actualmente se ha encontrado una teoría aun más compleja que esta, donde los físicos plantean que todas las dimensiones coexisten en un mismo tiempo y espacio, que una repercute en la otra en un orden descendente a la cual se le ha denominado “teoría de supercuerdas” o “cuerdas”.







Todos los grandes caminos del intelecto, todos los atajos y veredas de la teoría y la conjetura conducen en últimas instancias a un abismo que el ingenio humano no podrá salvar nunca. Porque el hombre está encadenado por la propia condición de su “ser”, su finitud y su estar comprometido en la naturaleza. Cuanto más extiende sus horizontes, tanto más vívidamente reconoce que, como dijo el físico Niels Bohr; “somos espectadores y actores del gran drama de la existencia”. El hombre es, por lo tanto, para sí mismo el más grande misterio. No entiende el vasto y velado universo en que ha sido moldeado por la simple razón de que no se entiende a sí mismo. Sabe muy poco de sus procesos orgánicos y menos aún de su excepcional capacidad de percibir el mundo que lo rodea, de razonar y soñar. Menos aun entiende su más noble y misteriosa facultad: la capacidad de trascenderse a sí mismo y verse en el acto de la percepción.

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